Durante mucho tiempo recordó aquel reencuentro fortuito y aquel mensaje de correo, pero siguió con sus cosas, con sus reuniones, con sus idas y venidas, con su carpeta y con sus cafés insípidos a media mañana.
Pasó el tiempo y parecía que aquel JFK hubiese desaparecido de su vida. Muchas veces esperaba encontrarlo de nuevo en el aparcamiento, o ver a su dueño subir la pendiente que conducía a la entrada de aquel infernal conjunto de ladrillos, hierros y palabras sin sentido. Todavía conservaba en su memoria aquel mensaje en el que él le decía que la había visto alejarse.
Araña y rueda
Aquel día estaba cansada y se sentía especialmente encerrada en sus silencios. El frío cortante de la mañana le había restado eficacia y notaba como todo el mundo la miraba con desasosiego. Cerró el despacho y se dirigió a la salida, con el paquete de tabaco y el mechero en la mano. No dio explicaciones. No avisó a nadie. No introdujo la maldita tarjeta en la ranura. Simplemente salió.
Descendió la pendiente y se sentó en un banco de piedra que había cerca de la verja del aparcamiento. En su cabeza se mezclaron los recuerdos, miles de imágenes a las que no había dado nunca importancia, palabras sueltas, miradas de desaprobación, gestos de complicidad… Pero nada tenía sentido. Él nunca volvería y, si lo hacía, estaba segura de que todo sería diferente. Se acercó al bar de la esquina, pidió un café para llevar y volvió de nuevo al banco de piedra. Durante un tiempo indefinido, encendió un cigarro con otro y consumió a pequeños sorbos aquel café amargo.
Mientras observaba como un pajarillo recogía migas del suelo, sintió que una mano se posaba en su hombro izquierdo. Se sobresaltó y su enésimo cigarro de la mañana rodó por el suelo sin apagarse. No fue capaz de volver la cabeza. De sus labios salió solamente una frase: “Dejadme en paz, por favor”.
Se hizo un silencio. La mano se retiró de su hombro. Al cabo de unos segundos, a su espalda, una voz susurró: “Soy yo. Acabo de llegar…”
Era él…