domingo, 29 de enero de 2012

JFK - I

Tenía prisa. Eran ya las 6 de la tarde, la hora de la entrevista y aún no había aparcado el coche, pero no perdió la calma. Giró el volante a la izquierda y metió la marcha atrás. Por el espejo retrovisor calculó el ángulo exacto y comenzó la maniobra, despacio, con suavidad, para que los neumáticos no se desgastasen en exceso al rozar el pavimento. Poco a poco, el vehículo quedó perfectamente encajado en su lugar, paralelo a las líneas que delimitaban una de las plazas que había encontrado vacía.

Desabrochó el cinturón de seguridad, giró la llave y cogió su carpeta del asiento de la derecha. Cuando alzó la vista para abrir la puerta, vio un coche oscuro que entraba en el aparcamiento. La cara del conductor le resultaba familiar y lo siguió con la mirada. Era él. Su cabello era inconfundible. El coche también. No recordaba exactamente el número de matrícula, pero sí las letras, JFK. Muy fácil. Como las iniciales de Kennedy.

Como siempre, sacó un cigarro y lo encendió. Él había aparcado en una de las plazas cubiertas. Descendió del suyo, lo cerró y se quedó mirando a JFK. Nadie se movía dentro. Parecía que él mantenía una animada conversación con su acompañante y miró el reloj. Pasaban 5 minutos de la hora de la cita y todavía tenía que subir la empinada cuesta hasta el edificio, luego las escaleras de entrada y buscar la sala de juntas.
Milán - Escultura yacente en Palacio Sforzesco

Con paso lento y aspirando profundamente el humo de su cigarro, salió del aparcamiento, volviendo de vez en cuando la vista a JFK. Nada se movía dentro. Al girar, perdió de vista los coches y a sus ocupantes. Pensó que, tal vez luego, al acabar su reunión, podría verle de nuevo.
Mientras subía los peldaños recordó aquella tarde fría y oscura de invierno, cuando él se le acercó y le preguntó por qué siempre se defendía del mundo, si el mundo no le había hecho ningún daño. No había sabido qué contestar y se arrepentía de su torpeza. Ella era de palabra fácil, pero contestó con una evasiva, amparada en la sombra que protegía su mirada, mientras sus ojos dejaban resbalar una lágrima, sin saber muy bien a qué se debía. Recordó que contuvo el llanto, como siempre, y que se despidió de él con respeto y agradecimiento. Su relación había sido buena. El resultado, el esperado. Confiaba en ello. Y en él. Por una extraña e indescriptible razón, confiaba también en él.
Cuando salió de la sala de reuniones estaba demasiado cansada para quedarse a hablar de perspectivas y resultados, así que se disculpó y salió corriendo hacia su coche. En su corazón latía la esperanza de verle de nuevo, de ver aquel JFK en la plaza cubierta. Bajó las escaleras a toda prisa, mientras encendía otro cigarro. Voló sobre la pendiente y, en cuanto el aparcamiento quedó en su punto de mira, lo buscó. Ya no estaba. La plaza estaba vacía. Entró en su coche, giró la llave del contacto y se fue a casa.
Tres días después recibió un mensaje por correo electrónico. Era la respuesta a algo que ella le había enviado tres días antes y en el que él le contaba que la había visto alejarse del aparcamiento, hacia el edificio de juntas, sobre las 6 de la tarde...

martes, 17 de enero de 2012

PARA NO PERDER LA MEMORIA...


Era muy alto. O así me lo parecía. No era precisamente guapo. Ni flaco. Tenía el pelo oscuro, rizado y espeso y un bigote muy negro. Su frente era amplia y despejada y por encima de las orejas asomaban tímidamente las señales blancas que va dejando la madurez. Sus ojos eran pequeños, profundos y oscuros, unos ojos de esos que parecen mirar siempre más allá de lo que la realidad muestra. Tenía las manos regordetas, con dedos cortos y algo torpes.
Cada día llegaba a mi refugio, montado en su flamante Vespa que dejaba arrimada a la pared de la casa del abuelo Antonio y, después de girar una enorme llave en la cerradura de aquella pesada puerta de madera, disponía todo lo necesario para que las imágenes robadas a la vida quedasen para siempre impresas en el papel de la memoria.
Aquel cuarto de revelado era un sitio tosco, con los muros de piedra, sin adornos, situado en el bajo de la casa de la señora Vicenta, justo debajo de la cocina. Era un lugar frío y oscuro, lleno de cosas que no recuerdo para qué servían. Al lado de la casa había un surco por el que corría el agua de la poza de O Freixo. Él había colocado en él una teja redonda y muchas veces lavaba allí cosas y colocaba cuencos en los que recogía agua que luego llevaba a aquel extraño cuarto.
Dice mamá que siempre fui una niña muy curiosa y amistosa, así que el señor Ramón me encontraba por allí husmeando todos los días y, como yo me dejaba, me hacía fotos, supongo que para practicar. Conservo algunas de aquellos primeros años 60, de los que no recuerdo si sabía hablar o no. Nunca nadie me dijo que yo fuese de muchas palabras. Pero es igual.

El señor Ramón me ha dejado una buena herencia: imágenes de mi niñez impresas en papel. Para no perder la memoria…

lunes, 9 de enero de 2012

III

Xulio López

 
Si todo esto es alegría,
¿por qué siento algo huye
entre mis dedos?
Si todo esto es ternura,
¿por qué cada caricia parece una cuchillada?
si todo esto es don,
¿por qué cada paso es solo un balanceo
en la floja cuerda del destino?

Si todo esto es verdadero
no encuentro el hilo al que agarrarme
y, lejos de sentir alegría eterna,
una pena infinita me recorre.

¿Cuál es el camino?
Con el alma desdoblada y dudosa
me acerco a la encrucijada
y tendré, también, que decidir…

Pero… Todo tiene fin.

En este acontecer de la vida
quizás esté el fin mismo,
esperando que lo descubra,
mientras coloco otra losa
en este muro invisible.

 

lunes, 2 de enero de 2012

QUE HAYA PAZ


Y ya que estamos empezando un nuevo año, quizás sería mejor dejarse de una vez de parafernalias y mostrar la cara descubierta, no como hacen quienes piensan estar en posesión de la verdad absoluta. Porque quien piensa así, mira el mundo desde la cúspide de su arrogancia y escupe el veneno que lleva dentro con la única intención de no morir con él si muerde su propia lengua.
Claro que, para que esa gente sobreviva, ha de haber en su entorno quienes tengan la lengua destrozada y el hígado podrido por morder y tragar la ponzoña que le escupen encima... Hasta que un día estalle todo y el cinismo, la hipocresía y el veneno salpiquen a quienes se dedican a repartirlo.
Pero esto es muy difícil que suceda, puesto que las lenguas venenosas saben bien que las inofensivas, precisamente por la PAZ que poseen en sí mismas, nunca les devolverán el escupitajo.

Pues eso. Que haya PAZ.