Cada vez que escuchaba el sonido de la cerradura, su corazón se encogía hasta ser apenas un garbanzo. Dejando el sol a su espalda, corría hacia el vestíbulo con las manos llenas de preguntas que jamás se despegaban de la piel y, en un penúltimo acto de valor, dejaba en aquel rostro impasible la señal de sus ocultos miedos.
Ventana con mujer
Él era alto, apuesto, elegante, inteligente, sabio… Tenía un aire de grandeza que solamente se desvanecía cuando, al final del día, caía rendido entre las sábanas. Mientras no llegaba ese momento, sus ademanes eran los de quienes se saben (o se creen) dueños del universo. Sin embargo, carecía de colores. En el fondo, su espectro era negro. Negro, como las largas esperas en la galería, de espaldas al sol, con el alma puesta en el tintineo de las llaves.
Ella era azul, muy azul, como el intenso cielo de un mediodía de verano, como el agua azul del mar que se mece al arrullo de la brisa. Era alta, bien parecida, con el cuerpo hecho de algodón y espuma, con unos ojos que traspasaban la vida que había más allá del cristal de la galería. Su pelo desprendía los aromas de una juventud preñada de sueños, de palabras, de horas y horas de bibliotecas y paseos por la sabiduría de la vida. Y todavía era joven. Y azul.
Una mañana de primavera, mientras su mirada se perdía tras los visillos de aquella puerta, pensó en lo fácil que sería asomar a la única ventana abierta de la galería y dejar que sus preguntas se desprendiesen de sus manos y volasen libres. Sí, sería muy fácil. Se levantó, caminó hasta la ventana, se aferró con fuerza a sus sueños y dejó que su cuerpo azul volase libre.
En ese momento, justo en ese momento y contra todo pronóstico, una llave se deslizó en la cerradura.
Aquí en galego